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CE

En el primer año de paz tras la Segunda Guerra Mundial, dos caballeros ingleses, Roland Berrill, abogado, y el Dr. Lance Ware, científico y también abogado, tuvieron una idea estupenda: que se debía crear un nuevo tipo de asociación privada basada en el CI, o coeficiente intelectual, como medida de la capacidad de razonamiento de una persona.

La asociación Mensa continúa hoy reuniendo con orgullo a todos aquellos que se someten a su prueba de CI, con la convicción de que no constituyen una organización discriminatoria. Hablar sólo del CI en la sociedad de 2020 es como decir que la Tierra es plana porque nadie se ha molestado en dejar hablar a los astrónomos. Es obtuso y anticuado y llega 74 años tarde a la fiesta de la neurociencia.

Gracias a los avances tecnológicos de los últimos diez años, los campos de la neurociencia y la neurofisiología han dado lugar a una nueva disciplina: la neurociencia cognitiva, que aspira a entender no sólo cómo funciona nuestro cerebro, sino también su negociado: la mente. La humanidad ha estado ansiosa durante siglos por comprender el origen de nuestros pensamientos —nuestra consciencia— como forma de probar nuestra propia existencia. Platón y otros creían que la mente estaba en el corazón, pero Hipócrates, el padre de la medicina, sostenía que el cerebro es la sede del pensamiento, la sensación, la emoción y la cognición. Y han sido necesarios 2400 años para demostrar que tenía razón.

El CI tiene su origen en nuestra corteza cerebral, el órgano que nos ayuda a formular ideas, aprender cosas y crear lenguajes. Ese cosmos en forma de hongo, con millones de neuronas que se disparan y se conectan mediante sinapsis cuando se forma un nuevo pensamiento, es lo que nos ayuda a resolver acertijos, pero también a convertirnos en racistas convencidos. Es la base del pensamiento, pero no lo único que tenemos en nuestra caja de herramientas, porque está conectado a otros sistemas cerebrales. Estos sistemas tienen que ver con la “impresión” a través de reacciones químicas y producen algo cuya importancia crece hoy, en la era de la IA, de forma exponencial: nuestra inteligencia emocional, nuestra capacidad para identificar, evaluar, controlar y expresar emociones, pero también para crear recuerdos y patrones de conducta. Es lo que regula cómo experimentamos la alegría, el amor, la euforia, el vínculo con nuestros hijos, nuestra forma de comunicarnos con los animales y entrar en comunión con la naturaleza, y es lo que da forma a nuestro sentido del yo y de los demás. Sin tu CE, serías un robot. No podrías hacer múltiples tareas a la vez, montar en bicicleta mientras disfrutas de la brisa y cuidas tu silueta o servir un ace en la pista de tenis. Es la base que nos convierte en matemáticos elegantes, en campeones deportivos, en grandes comerciales, en comunicadores inspiradores y en líderes de confianza. 

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Cuando corporeizamos nuestros pensamientos —es decir, cuando nuestro cuerpo reacciona a ellos— lo que aprendemos se graba como recuerdo, y, a partir de ahí, podemos funcionar en modo automático, o de forma inconsciente. Este es uno de los descubrimientos más importantes de la neurociencia reciente: que involucrar a nuestro cuerpo en los procesos de aprendizaje genera conocimiento tácito. Esta es la actividad cerebral de los superatletas, el personal altamente cualificado, los actores sobre el escenario, los artistas, los diseñadores o los arquitectos. Porque «corporeizar» un pensamiento no es sólo ejecutarlo físicamente, como cocinar una nueva receta, sino convertirlo en un dibujo, en un boceto o en una actuación. La práctica no sólo sirve para perfeccionar, sino que te convierte en un alquimista: de un pensamiento, has creado belleza en movimiento, un edificio, un sentido discurso, una coreografía impecable o una pole position, porque tu función cerebral límbica ha liberado sustancias químicas que han grabado lo que has aprendido, como un circuito sobre un chip, para que nunca tengas que volver a aprenderlo y te conviertas así en un superhumano con “habilidades naturales”.

¿Dónde nos dejamos la “sensación” de Hipócrates? Esta es mi parte favorita. Porque no se deriva de una función cerebral, sino de la información multisensorial que proviene de los miles de millones de células neuronales situadas en el intestino que se conectan al cerebro a través del nervio vago. Esta red neuronal de sinapsis intestinales no sólo envía información sobre nuestro sistema inmune, sino también sobre nuestras reacciones al mundo exterior. ¿Podría ser esta la base de la intuición? ¿O de nuestra detección de los peligros? Las funciones viscerales que reaccionan a lo que nos rodea, y que se han caracterizado en la cultura popular anglosajona como gut feeling, literalmente “sentimiento intestinal” —lo que en español se suele llamar “instinto”—, están siendo por fin analizadas y confirmadas científicamente. Nuestra mente, que todo lo abarca, y nuestras emociones y sensaciones forman nuestra cognición, que es el objetivo último: no sólo comprender, reaccionar y percibir la información, sino saber qué hacer con ella.   

Cuando, en 1997, el campeón mundial de ajedrez Garry Kasparov perdió en una revancha contra la supercomputadora Deep Blue de IBM, liberó a la humanidad del absurdo enfoque sobre el CI. Las máquinas siempre vencerán a los humanos. Nuestro cerebro tiene límites, ya que no estamos hechos para esto. Nuestras funciones cognitivas son algo más que computacionales. Por eso los seres humanos estamos a punto de entrar en la era del esplendor cognitivo, donde nuestras habilidades relacionadas con el CE obtendrán un resultado absolutamente impresionante cuando se combine y se apoye en la inteligencia computacional de la máquina. 

Siempre ha habido escépticos que me preguntan si, en las próximas décadas, las máquinas también aprenderán a superar nuestro CE. Mi respuesta es claramente: no. La biología desarrolla el CE, y la química lo mejora. No proviene de bytes ni de corrientes eléctricas. Google, que durante años ha intentado que sus sistemas de reconocimiento de imágenes por IA muestren a personas de origen africano, ha desistido de la tarea porque la IA siempre confundía las imágenes con las de los primates. Eso nunca ocurrirá con un sujeto humano. Sabemos exactamente cómo apreciar cada contorno, cada matiz de un rostro humano, de la juventud, de la vejez, de alguien que mira al objetivo de una cámara con la promesa de un futuro que aún no se ha perfilado. Un rostro humano es un cosmos de emociones que reconocemos de inmediato, sin equivocarnos. Puesto que somos biológica y emocionalmente inteligentes, nuestra cognición es una maravilla de la abstracción, capaz de razonar por inducción y deducción casi simultáneamente. Y vemos la belleza y la inspiración en muchas cosas. #FinEraCIEraEC #ColaboracionesHumanoMaquina